lunes, 18 de mayo de 2009

La leyenda del amanecer, por Maribel Pérez Ramos

Imagen de Wikipedia.

Hace miles de años, el Creador nombró rey al Sol, le dio a su cuidado la Tierra y le pidió que dirigiera los fenómenos meteorológicos y a los astros más pequeños. Su misión era ayudar a crecer y reproducirse a los hombres, para los que había creado el Universo. El Sol ignoró la sugerencia de Dios: si era rey, es por ser mejor que los demás, él solo podía hacerlo.

Comenzó a iluminar y calentar la Tierra, pero pronto las plantas comenzaron a morir, los hombres y los animales vieron escasear sus alimentos, veían como sus fuerzas mermaban y decidieron hablar con Él.

Éste escuchó la queja y consintió en delegar unas horas para dejar a la Luna participar; así, la noche, desterrada hacía tiempo por la vanidad del Sol y la complicidad del día, pudo volver.

Con la ayuda de la brisa, enfriaban la corteza terrestre proporcionando humedad y frescor, que poco a poco, dejaban recuperarse a los hombres y renacer las plantas.

El Sol observaba los cambios y, aunque le satisfacían, también le preocupaban, porque si, sobre todo los hombres, reconocían que él por si solo no les proporcionaba cuanto necesitaban en su ciclo vital, tal vez dejarían de considerarle el astro rey.

Asustado envió a su ejército de estrellas, así podría enterarse en todo momento de lo que ocurría en su ausencia y tomaría medidas inmediatamente.

La noche y la Luna recibieron la llegada de éstas como si de un regalo se tratara; con ellas la noche lucía más hermosa y la Luna no se encontraba tan sola.

Dado que no sabían cómo hacerlo, le pidieron un elemento nuevo al Creador para obsequiar al rey.

Cuando éste llegó en la mañana, encontró las flores más bonitas de lo que recordaba, había algo en ellas que las hacía diferentes.

Es el rocío —le dijeron—. Queremos agradecerte así tu regalo y hacerte disfrutar de un paisaje más bello.

El Sol, envidioso, no se sintió alagado, sino amenazado. Las flores ahora brillaban más que nunca y emitían destellos luminosos. Los hombres halagaban la noche y el Sol, sintiéndose cada vez más enfurecido, extendió sus rayos hasta el amanecer para acabar así con el rocío; no quería encontrarlo allí cuando él apareciera de nuevo por el horizonte.

El Creador castigó el desaire del Sol a sus colaboradores y el haber olvidado el verdadero motivo por el que brillaba, conservaría su trono, pero no a su ejército.

Desde entonces, cuando el amanecer hace perder a la flor su gota de rocío, el Sol pierde todas sus estrellas.

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