miércoles, 15 de abril de 2009

En el doscientos aniversario del nacimiento de Darwin, por María Ascensión Sanmartín Varea

Imagen de Wikimedia

Recuerdo que mi primer contacto con las teorías de este naturalista inglés que revolucionó al mundo científico de su época con su Tratado sobre el origen y la evolución de las especies, fue un poco obligado. Eran mis años de estudiante en Barcelona y tenía que hacer un trabajo monográfico sobre las emociones. Darwin venía en la bibliografía obligatoria, así que me armé de valor para leer a un autor tan antiguo. Leí rápidamente su librito y cuando encontré tres frases que me parecieron atractivas para un comienzo histórico del tema, forma obligada de comenzar cualquier trabajo, me las copié con la página de referencia y ya me di por satisfecha. ¡Ya lo podía poner en la bibliografía! Así que en esta ocasión no significó mucho para mí este contacto.

Fue años más tarde cuando ya residía en Madrid y daba clases a adultos, disfrutando una mañana de sábado viendo libros de plantas y viajes en una librería de la calle Toledo, próxima a la Plaza Mayor, me encontré con un libro que me sedujo por sus láminas, sus dibujos del natural y sus capítulos sobre lugares lejanos. Era nada menos que Darwin, la expedición en el Beagle. La presentación estaba a cargo de Alan Moorehead. En ediciones del Serbal.

Tengo que decir que disfruté con sus descripciones de los lugares y las gentes con las que se encontraron a lo largo de sus cinco años de viaje (1831-1836). Me imaginaba a Darwin como el médico-naturalista de la conocida película Master y Commander y me parecía todo muy exótico y atractivo. Pero el provecho que saqué de mi lectura fue puramente estético por el placer de la lectura y la contemplación de las láminas para una amante del dibujo de la naturaleza.

Fue este año cuando coincidió el segundo centenario de su nacimiento (1809) y se proyectaron dos documentales sobre su vida cuando realmente descubrí a Charles Darwin. Antes había leído sus escritos, pero no sabía nada de él, de su infancia, de su familia, de sus hijos, de su vida entregada a la observación de los animales.

Fue entonces cuando me enteré de los sacrificios que tuvo que hacer por amor a su mujer. Darwin pertenecía a la sociedad científica de Londres, por sus trabajos de investigación sobre la naturaleza. Cuando perfiló su teoría sobre la evolución, que echaba por tierra las ideas creacionistas sobre el origen de las especies, le surgió un terrible dilema. Se convertiría en un enemigo de las ideas oficiales e incluso de la religión que profesaban. Esto iba a ser terrible para su esposa, cristiana convencida y que temía que él se condenase si lo expulsaban del seno de la Iglesia por sus teorías contrarias a las postuladas en la Biblia.

Así que ocultó durante años sus teorías revolucionarias, hasta que conoció a otro científico, Alfred Wallace, y comprobó que coincidían. Así fue como presentaron conjuntamente sus teorías en la Sociedad Linneana de Londres en 1858.

Estos años ocultando sus escritos y dedicados a una silenciosa investigación en el retiro de su casa fueron muy duros para él y su salud se resintió terriblemente. Fue entonces cuando escribió su autobiografía para sus hijos y nietos. Pero hasta aquí también llegó la censura de su esposa que mutiló los párrafos en los que Darwin hablaba de su postura frente a la religión oficial, por temor a un escándalo, nada beneficioso para su familia.

Fue en este año 2009, cuando se ha publicado su Autobiografía sin censura. Con comentarios de su hijo sir Francis Darwin. Tengo que confesar que me sentí hermanada con él cuando escribía en su diario:
”Me resulta difícil comprender que alguien pueda desear que el lenguaje liso y llano de la Biblia sea verdad cuando parece mostrar que las personas que no creen —y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos—, recibirán un castigo eterno.” O cuando dice: “Nadie discute que en el mundo hay mucho sufrimiento. Por lo que respecta al ser humano, algunos han intentado explicar esta circunstancia imaginando que contribuya a su perfeccionamiento moral. Pero el número de personas no es nada comparado con el número de demás seres sensibles que sufren considerablemente. Para nuestra mente un ser tan poderoso y tan lleno de conocimiento como un Dios que fue capaz de haber creado el universo, es omnipotente y omnisciente, y suponer que su benevolencia es ilimitada repugna a nuestra comprensión. Pues, ¿qué ventaja podría haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito?” Estos y otros razonamientos le llevaron de una fuerte creencia en la Biblia y en Dios a una postura de agnosticismo total.

Para acabar quiero decir algo para animar a nuestros alumnos: Charles Robert Darwin no tuvo mucho éxito en la escuela y fue incapaz de aprender los clásicos. Ya a los ocho años le apasionaba la jardinería y los distintos animales que encontraba por el campo. Era un estudiante alegre y extravertido que no tenía muy claro lo que quería hacer. Estudió medicina en Edimburgo como lo habían hecho su padre y su abuelo, asistía a las clases de geología y llegó a escribir un artículo sobre los animales marinos microscópicos que leyó ante la Plinian Society. Pero dejó su carrera de medicina porque le repugnaba la sangre y las clases de disección. Su padre le permitió ir a Cambridge a estudiar Teología. No tenía nada de extraño que sin ser muy religioso se sintiera llamado a entrar en la iglesia como cura rural. Por aquél entonces era un tipo alto, delgado, no realmente guapo pero de muy buena presencia, con una frente amplia, ojos pardos de mirada franca y amistosa, todavía sin barba y con la complexión de una persona que ha pasado buena parte de su vida al aire libre. En el Christ’s College de Cambridge fue muy popular entre sus compañeros. Solía hacer reuniones en su habitación, donde se jugaba a las cartas, se escuchaba música y se bebía. Sus tertulias llegaron a tener sesenta invitados. No era un estudiante muy aplicado, prefería salir de caza y cualquier cosa del campo le deleitaba. Desde niño había coleccionado mariposas, flores, minerales. En Cambridge su pasión eran los escarabajos. Allí uno de sus profesores de botánica le animó a estudiar historia natural. Juntos hacían excursiones botánicas a lo largo del río Cam. Tenía muy buena salud y cuando aprobaba los exámenes era para él un alivio y una sorpresa, hasta que comprendió que lo suyo eran las ciencias naturales, pero pensaba que podría continuar con sus colecciones cuando se asentase como cura rural.

En septiembre de 1831, a los veintidós años, de repente, se le ofrece una oportunidad: el puesto de naturalista en el Beagle, una pequeña fragata que el Almirantazgo había destinado para un largo viaje alrededor del mundo. Y aunque todo parecía predestinado, nadie ni el mismo Darwin tenía la más mínima sospecha del extraordinario futuro que se abría ante él. La entrevista con FitzRoy, capitán del Beagle, empezó siendo fría pues el capitán era un hombre rígido y pensó que Darwin no podría con el viaje. Por su parte, el joven Darwin estaba hechizado, nunca había conocido a un hombre de tanta serenidad y autoridad, tan comprensivo, el ideal de un capitán. El temperamento entusiasta de Darwin borró toda frialdad. Captó las dudas que el capitán tenía en su mente, la insinuación de que el trabajo sería excesivo para él. Se le estaba brindando un desafío. Muy bien, decidió, aceptaría, demostraría a esta magnífica persona lo que era capaz de hacer. No le defraudaría.

No hay comentarios: